sábado, 18 de septiembre de 2010

La pesadilla de los malos hábitos (o breve historia de una taza de café)

Un día de este año, no recuerdo con exactitud cual, fui a la cocina en una hora desacostumbrada y preparé café. El café y yo hemos tenido una extraña relación desde que era pequeña; en ese entonces, mi papá, que siempre tomaba su café a la misma hora, y con exactamente media cucharada de azúcar (fuese cual fuese el tamaño de la taza) solía dejarme encargado su café mientras iba a hacer alguna otra cosa, y yo, despistadamente, sin que el se diera cuenta, le daba sorbito tras sorbito hasta que lo dejaba sin nada. Y el hacía como que no se daba cuenta y volvíamos a entrar a la casa para dejar la taza en el fregadero.
Luego, con la gastritis a cuestas, fui una renuente tomadora de café por muchos muchos años, hasta que por cuestiones de estudio viajé a España, en donde el café matutino es una rutina demasiado extendida y cuya preparación es, por mucho, superior al típico café americano que acostumbramos aquí. Y -Oh Dios Mío!!!- me enganché con el expreso cortado. Cuando volví a casa traté por muchos medios de preparar el café tal y como lo había tomado allá, utilizando una cafetera común y corriente de las que usamos acá. Y eventualmente he tenido éxito, ya que he hallado una cantidad perfecta que mezclada a la mitad con leche sabe, según yo, bastante bien. A pesar de eso, y debido a mi gastritis recurrente, seguí siendo tomadora renuente de café, hasta que se hizo el milagro: un buen día fui a ver un doctor que me dio un no se qué de medicinas naturistas, cuyo tratamiento extrañamente seguí al pie de la letra (con lo inconstante que soy para con las medicinas), y me curé.
Y mi relación con el café se volvió bastante más cotidiana de lo que había sido con anterioridad. Como todo buen tomador, todas las mañanas me levantaba y me tomaba mi café con leche (quizá más por miedo a que volviera la gastritis que por cuestión del sabor) y seguía mi día de la forma acostumbrada.
Yo, en ese entonces, solía trabajar en el sistema laboral común, en donde todos salimos de mañanita con cara de animales perdidos o vampiros trasnochados corriendo para llegar a tiempo al lugar en donde trabajamos para poder ganarnos la vida.
Sin embargo, con el paso del tiempo y el cambio de empleo, llegué a un lugar en donde las labores empezaban en la tarde. Y el café matutino se repetía como el café vespertino, lo cual era una rutina que todos en la oficina disfrutábamos de manera especial.
Con los días, ese horario vespertino cambió por matutino, pero el café solía conservar su presencia aproximadamente a media jornada. Y el hábito del café empezó a variar su horario, y se volvió inconsistente.
Un día me quedé sin café en casa, o sin tiempo para prepararlo, no recuerdo bien, y sentí un dolor de cabeza tan horrible como no había experimentado jamás. Claro, el café del super 7 me lo curó, y seguí con mi día de manera normal, aunque un poco molesta por tener que ser esclava de una bebida que tenía que visitar mi cuerpo para que yo me sintiera bien.
Poco a poco mis compañeros de trabajo se fueron haciendo menos, y el compañero que entró aproximadamente un mes antes que yo, y yo, que eramos los más antiguos colaboradores de esa oficina, nos quedamos solos perpetuando la taza de café del medio día. Esa mañana fuimos a donde Lucy a pedir un café como siempre, y noté, por primera vez, que mi compañero agregaba azúcar a su taza. Yo me extrañé y le pregunté que por qué hacía eso, si el solía tomar el café sin azúcar, a lo que el me dio una respuesta muy simple pero llena, toda ella, de sabiduría:  "por variar".
Yo me quedé muy impresionada porque durante muchos años yo he sido obsesiva de conservar, perpetuar y sostener todo tipo de hábitos en mis días que me mantienen perpetuamente esclavizada.
A tal hora, el café. A tal otra, el desayuno, a tal otra, el baño, etc, etc, etc. Día tras día, de manera totalmente predecible. Y mi compañero, que siempre fue mucho más tranquilo y libre, se tomaba el tiempo no sólo para saborear su taza, sino también para cambiar un poco el sabor o la textura día tras día en un ejercicio continuo de libertad para mí desconocida.
Ya cuando escuché a Tony Karam hablar sobre los hábitos que uno perpetua en sus días vino a mi memoria este día tan importante, y empecé a hacer conciencia de todos los malos hábitos que nos llevan al sufrimiento y que solemos conservar, tal y como hacemos las personas que nos aferramos a la parte del discurso del otro que nos hace sufrir, y entonces lloramos pensando que el otro es el que desea que nosotros la pasemos mal. Mentira. Nosotros la pasamos mal porque nosotros queremos pasarla mal. Es decir, de manera inconsciente pero muy consistente repetimos todos los días actividades, pensamientos y rutinas que no nos dan felicidad porque "así somos, así pensamos, así sentimos", y claro, defendemos que "somos libres de ser así".
Descubrir esto a mi me llevó una vigilancia continua de mi proceso mental por mucho tiempo, y se que habrá personas que no sólo no les interesa realizar este proceso mental, sino que ni siquiera les importa, lo cual también es algo que pueden hacer porque son libres de ello.
Sin embargo, yo, que lo descubrí para mi persona, desde entonces he podido liberarme, sentir el mundo de una manera distinta, y evaluar los días que los hábitos me sujetan para no repetirlos, despedirme de ellos, y seguir adelante.
Tenemos una hermosa libertad que no necesariamente ejercemos. Porque no nos dejan, porque nos atan, porque no somos felices. Cuando esta libertad emana desde adentro de nosotros, cuando esta alternativa de ser y ejercer nuestra libertad para conseguir días más felices es simplemente nuestra.
Quien puede quitarnos el olor de la taza que tenemos enfrente. No importa si es starbucks o super 7, o una tacita de café hecha en casa. Quien podrá discutirnos y enfrentarnos, hacernos sufrir en ese pequeño instante en que decidimos ser libres y disfrutar el momento que tenemos dentro de nuestro presente, quien podría evaluar nuestro desempeño cuando descubrimos nuestros malos hábitos (mentales y físicos) y empezamos a sentir el aire que entra por nuestra nariz como un aire diferente, renovado, de libertad y cambio porque hemos decidido dejar de ser esclavos de esos malos hábitos que a veces llevamos vidas perpetuando, y que sólo nosotros podemos decidir abandonar. Bendito sea el café que tomamos, sea cual sea la hora en que decidimos preparalo con azúcar, sin azúcar, con leche, sin leche, con leche y azúcar, cargado, americano, expreso, descafeinado, de sabores, o, sencillamente, nuestro.

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